Por Carolina Sharon Valle Jiménez

1.
El último día que lo vi, el que sería el mejor día de mi vida, fue el día en que morí.
2.
Me había pedido que nos reuniéramos en la noche, en la entrada de aquel gran hotel, para cenar. Llegué a la hora y él ya me estaba esperando en el restaurante.
Me sentía mágica, el hotel parecía un palacio: enorme, antiguo, majestuoso, se respiraba un aire de realeza, casi avasallador, casi como él.
3.
Habíamos discutido una vez más en la mañana. Se enojó porque quise llegar sola. Sus dudas sobre si le era infiel volvieron a salir y yo volví a quedarme callada; estaba tan cansada de pelear, me sentía tan chiquita, tan desprotegida. Cada palabra era un golpe mucho más fuerte que los que a veces me impactaban la piel desde su puño. Quería terminar esta historia, verdaderamente lo anhelaba, pero él era tan generoso. ¿Cómo dejarlo después de que pagó la operación de mamá? ¿Cómo dejarlo si él es todo un hombre y yo apenas soy nada? ¿Quién se fijaría en mí? Como él me decía, ¿de dónde obtendría todo lo que necesito sin él a mi lado? Mi familia y mis amigos lo adoraban… Ellos no sabían que él era la razón de mi llanto todas las noches. No tenía escapatoria, no podía huir de él.
4.
Hoy quise llegar sola a la cena. Él me había dicho días que sería una velada inolvidable y que me arreglara y me pusiera algo lindo para verme un poco más decente y a la altura del lugar a donde iríamos. Me quise dar un gusto y me compré un vestido de noche verde, su color favorito. Me sentía bonita, casi nunca tenía esa sensación y ese día la estaba experimentando. Me sentía incluso feliz… casi.
5.
La cena fue extraordinaria. La iluminación en el restaurante me hacía pensar en el cielo nocturno lleno de estrellas. Fue una de las pocas veces en que platicamos amenamente sin que nada lo irritara. La sonrisa en mi rostro sí era sincera en ese momento.
Llegamos al postre. Él pidió una botella de champagne para brindar.
6.
Usó la fórmula clásica: tomé mi copa y al fondo, en medio de un mar burbujeante, un anillo carísimo estaba esperando ser reconocido. Lo miré. Él no se arrodilló, pero sí me pidió que me casara con él.
Otra vez las dudas, otra vez el dolor y otra vez mi almohada mojada cada noche por mis lágrimas. Pasó un segundo, que fue un siglo, y pronuncié un “sí” apenas audible. Nuestro compromiso estaba firmado. Sentí que usé mi sangre como tinta.
Todo el personal empezó a vitorear y a aplaudir, nos felicitaban. Al menos mi futuro estaría asegurado y las próximas operaciones de mamá también. Renunciaba a mi felicidad por ella, era un trato justo, supongo.
7.
Hora de pagar. El mesero acercó la terminal a la mesa, la tarjeta estaba tardando mucho en ser aceptada. A él le llegó una llamada y se levantó para contestar. Silencio.
—El sistema no está funcionando muy bien esta noche, señorita, siento la demora —me dijo, visiblemente nervioso. Era casi un niño, no pasaría los 20 años.
—¿Y cuándo sí ha funcionado el sistema? —pregunté y me eché a reír.
Sentía que en el momento en que saliéramos del hotel sería de él para siempre, me había prohibido tantas cosas que tenía la urgencia de hacer todo lo que yo quisiera antes de perder hasta mi voz.
El mesero entendió muy bien mi pequeña broma y se rio conmigo. Me miró a los ojos y me dedicó una mirada muy cálida. Casi lloro de dolor. El ticket salió de la terminal.
—¿YA? —él había regresado y estaba sumamente enfadado. Su cara estaba roja y tenía los puños encrespados.
Le arrebató la tarjeta al mesero, me jaló del brazo mientras me hundía sus dedos en la piel y me arrastró afuera del lugar.
8.
Comenzaron los gritos. ¿Cómo me atrevía a coquetear con el mesero cuando recién me había comprometido con él?
El verdadero enemigo estaba enfrente de mí y yo estaba entre sus garras.
9.
Su saliva golpeaba mi rostro.
Cerré los ojos.
Sus manos golpeaban mi cuerpo.
Contuve la respiración.
Sus pies abrían mi carne.
Comencé a llorar.
Mi sangre lo empezó a inundar todo.
Eran mil huracanes impactándome al mismo tiempo.
Aunque hubiera una enfermería justo al lado, sabía que no llegaría a tiempo.
10.
La paz que encontré en la negrura me reconfortó al instante.
Él, sin embargo, sigue prófugo.