Por Argentum auriga

El sonido del mar era el mismo, pero todo lo demás había cambiado. Desde mis tres años y hasta los diecisiete, cada julio mis padres nos llevaban a mi hermano, primos y a mí a aquella bella pero solitaria playa, donde solo había rocas, cangrejitos, gaviotas, embarcaciones pequeñas utilizadas por los pescadores del lugar y el hostal donde nos hospedábamos. Después, mis planes y los de mi familia dejaron de ser los mismos y los viajes a aquel lugar terminaron. No sabía bien por qué había vuelto, ahora como un adulto. Tal vez quería sentirme seguro en un sitio que creía conocer y ahora desconocía. El mar se extendía frente a mí y por unos minutos quise creer que era eterno.
El hostal donde mi familia y yo solíamos hospedarnos había sido demolido y en su lugar había ahora un hotel; no estaba mal, solo me resultaba ajeno (eso sí, la gastronomía local aún era deliciosa). La playa, hace años casi escondida, actualmente era muy bulliciosa. Rememoré el verano de mis trece años como el más bello de mi vida. Fueron días de despertar antes de que saliera el sol, con la música de las olas, los graznidos de las gaviotas y los gritos de los pescadores que se preparaban para llevar sus barcas al mar, de desayunar junto a mis padres, primos y hermano en una mesa de madera simple, adornada con un mantel verde y un jarrón con rosas y, después de eso, de encaminarme alegre a la playa donde dibujaba animales en la arena, juntaba caracoles y lanzaba rocas al agua.
Un día, al buscar caracoles curiosos, me alejé de la playa y llegué hasta un sitio pantanoso por el que me adentré perdiendo la noción del tiempo. No encontré ningún caracol, pero vi a una criatura de gran tamaño moverse lentamente. Me acerqué y descubrí a una tortuga debajo de una barca demasiado deteriorada para ser útil. Quise verla de cerca y tocar su caparazón color pardo con peculiares dibujos rojos, pero justo cuando iba a tocar su piel rugosa y verde escuché un grito:
—¡No la toques!
Me di la vuelta y casi me caigo, pero la persona que había dado aquel grito de alerta me sujetó. Estaba vestido a la usanza de los pescadores del lugar.
—¿Por qué no la puedo tocar? —pregunté.
—Porque no es una tortuga normal, lleva muchos años viviendo aquí, mis padres, mis abuelos y sus abuelos la conocieron. Solo hay una tortuga así en esta playa, probablemente ya no pertenece a nuestro mundo y podría llevarnos al suyo si la molestamos. Por eso la respetamos mucho. Casi no se deja ver. No es como otros animales de la playa, pero cuando aparece, es para darnos algún regalo.
Me quedé intrigado. ¿Qué clase de regalos podía dar una tortuga? El pescador me ayudó a llegar a la zona de la playa donde mis primos, hermano y padres ya me estaban buscando. Le agradecí por contarme sobre la tortuga y me reuní con mi familia.
Faltaba poco para el anochecer, mis padres me pidieron no volver a alejarme tanto y me dispuse a disfrutar en silencio de mi cena, pero mis primos no dejaban de preguntarme acerca del lugar donde había estado. No les respondí porque tampoco estaba seguro de qué había ocurrido. Esa noche intenté dormir, pero pasé horas preguntándome por la tortuga y por los regalos que hacía a las personas de la playa ¿También me concedería un regalo?
Días después, mi familia y yo nos fuimos de ahí y sentí que la tortuga y su magia se habían olvidado de mí. Antes de dirigirnos al auto volví a encontrar al pescador que me había ayudado en mi encuentro con aquel ser.
—¿Te vas? —me preguntó y le respondí que sí, que estábamos de vacaciones—. Buen viaje —dijo.
Por alguna razón el regreso a casa me pareció triste. Los veranos de mis catorce, quince y dieciséis años volví a la playa, pero no encontré al pescador ni a la tortuga. En el verano de mis diecisiete años me enteré, por un mesero del hostal, que el pescador había muerto y aquella playa, tan querida, la sentí desolada.
Ahora me sentía perdido, enojado conmigo mismo por haber esperado un momento mágico que no llegó y, muy triste, confrontaba la ingenuidad de aquel momento. ¿Alguien en aquel hotel conocería la historia de la tortuga o pertenecía a las leyendas, a los libros de cuentos y a los dibujos animados del cine?
Salí del hotel aprovechando los últimos minutos del sol, me dirigí a la playa, miré la arena y me agaché para recoger un caracol de color rosado.
—Ese caracol es muy bonito, seguro hoy estás de suerte.
Levanté la mirada y vi a una hermosa joven sonreír. En su mano derecha llevaba un sombrero de palma y su mano izquierda se extendía hacia mí. Pensé que quería que le pasara el caracol y se lo di, pero se rio y se adentró en la arena para devolverlo al mar. Al regresar a mi lado sonrió de nuevo y señaló hacia una roca:
—Oye, ¿eso es una gran tortuga?
Miré hacia donde indicaba y, por un segundo, también creí ver una tortuga. Cuando nos acercamos mejor, no había nada, sin embargo, sentí ese momento como un regalo. La tortuga había demostrado su amor a esta playa una vez más.