Dante Vázquez M.

Paulina despertó sudando a las tres de la madrugada, había tenido un sueño que le causó un extraño susto. El aullido de los perros de la calle le erizó la piel. Volteó a ver a Francisco, su marido, y pensó en el día de la carrera de bicicletas en que se conocieron; a ambos les gusta el deporte. Paulina inhaló hondo y exhaló despacio, contando hasta siete, y le dio un
beso en la mejilla a Francisco. Cerró los ojos en medio de la penumbra y, a los pocos minutos, se volvió a dormir.
Paulina, desesperada, era la única que oía los gritos de dolor de Francisco, atrapado entre los fierros retorcidos de un automóvil blanco. El aire turbio y el aroma a gasolina nublaban la vista de Paulina, entre una muchedumbre de sombras que tiraban de ella. Tendemos a recrear en nuestra mente aquello que necesitamos. La ayuda que pedía Paulina se ahogaba en un fárrago de sonidos chirriantes.
***
—Cada persona tiene su luz —dijo Paulina, antes de disolverse en una taza de café. Tenía que darle la noticia a Francisco.
Francisco se sentó frente a ella. El ambiente olía a vainilla y a pan con mermelada de fresa. Paulina puso un sobre blanco sobre la mesa. Francisco, extrañado, sin preguntar, tomó el sobre y lo abrió como un niño que le quita la envoltura a un juguete nuevo. Bebió un leve sorbo de café y sonrió con la sonrisa de un campeón.
—Todo estará bien, Pao’ —dijo, acercándose a ella para abrazarla—. Hay noticias imprevistas que más que un accidente son un sueño. Daremos lo mejor en nuestra carrera como padres. Gracias.
Paulina tomó de la mano a Francisco y salieron a andar en bicicleta.