Augusto Montero.
Cuando iba en segundo de secundaria la maestra de Educación Cívica y Ética nos dejó como primera tarea del curso, justamente por ser la primera tenía que ver con la etapa de vida en la cual estábamos, plena y “magnifica” adolescencia, en preguntarle a uno de nuestros padres cuál era su definición de adolescencia y traer dicha definición escrita en el cuaderno. Yo me decidí a preguntarle a mi padre, ¿La razón? Cuando saqué mi cuaderno para hacerla él estaba en la planta de abajo conmigo y mi madre en la de arriba. Ahora que lo veo en retrospectiva quizá fue una encomienda del destino lo que puso a mi padre allí ese día: su respuesta es quizá de las más ingeniosas que le he escuchado en mi vida. Al preguntarle, me miró con una sonrisa de burla en su cara y me dijo casi riendo: “La adolescencia es una enfermedad que se cura con los años”. Su respuesta fue como un balde de agua fría para mí, no es broma en absoluto, yo estaba entrando a ese mundo de barros, pelos, pensamientos estúpidos (muy estúpidos), inseguridades y emociones descontroladas y su augurio de lo que era para él esa etapa me agüitó, pero no por eso me no me reí, ¿qué me quedaba?, no es como que pudiera chasquear los dedos y crecer de golpe para brincarme esa (necesaria) etapa.
Al día siguiente cuando mi maestra me revisó la tarea y leyó la definición dada por mi padre me miró con extrañeza y preguntó: ¿Eso fue lo que tu papá te dijo? A lo cual dije extrañado: “Sí”. Extrañado porque yo conocía mi padre y su peculiar humor, pero no entendí hasta años después que quizá la profesora pensó que tenía un padre muy cínico y poco sensible, lo cual no es del todo falso (sólo en la cuestión del cinismo, pero es un padre amoroso). En fin, la clase de ese día continuo con el siguiente tema que tenía que ver con esta cosa rara de la adolescencia, su siguiente paso: la adultez. Vimos en clase lo que significaba ser un adulto, o mejor dicho las responsabilidades de uno (como si enserio se pudiera enseñar lo que es ser uno: Já). No recuerdo muy bien de que iba la clase, sólo recuerdo la parte que hicieron mención sobre el sexo (como buen adolescente que era, pero no divaguemos); lo relevante de esto fue la tarea que dejó la maestra: investigar cómo es concebido el cambio de niño a adulto en tres diferentes culturas del mundo. He de ser sinceros con ustedes, esa tarea no la hice, y no por flojera sino porque la siguiente clase (me acuerdo) iba a faltar y no veía caso de hacer una tarea que no me iban a aceptar, pues la mujer no aceptaba tareas sin justificante médico y como yo no iba a faltar por enfermedad (de eso también me acuerdo) no podría dársela en otra ocasión. Total que falté (allí sí ya no me acuerdo la razón de la falta) y esa tarea pasó de mí como pasa la vida de un estudiante de secundaria: fugazmente. Hace poco leyendo un artículo sobre justo eso: “concepción del paso de la niñez a la adultez en distintas culturas del mundo” me acorde de esa ya olvidada tarea y me dije: ¿por qué no? ¿por qué no hacer la tarea diez años tarde? Después de todo hasta donde sé aquella profesora sigue dando clases en mi ex-escuela, podría pasar a entregársela de camino a mi trabajo y si no me la acepta, bueno, por lo menos podría dársela a leer a alguien que no sólo pasara sus ojos por el papel y pusiera un sellito de “Tarea Revisada” así que espero disfruten leer sobre una tarea atrasada diez años, pero ¡hey! Qué no dicen: “Más vale tarde que nunca”.

Retomando lo que me dijo mi padre en aquella ocasión: una enfermedad que se cura con los años, no sabría yo hoy si catalogarla como tal, pero si algo parecido pues tiene síntomas como una (acné, pelos por doquier, retortijones en el estómago cuando hay una chica bonita en el asiento de al lado) pero a diferencia de un mal(estar) tiene cosas muy bellas, ese intermedio entre la niñez y la adultez, donde crees poder ser cualquier cosa, pero no sabes realmente que quieres ser. Ese limbo entre la felicidad de la vida sencilla de un pequeñín y las quejas de la vida del adulto; entre una voz aguda a una grave –pasando por una extraña evolución de voz que parece la mezcla de ambas y no es ninguna-; entre la inocencia y la realidad. Pero a todo esto entonces me preguntó yo, ya desde mi perspectiva, ¿qué es la adolescencia? Creo que, por ahora, en mi joven adultez sólo puedo responderme: crecer. No sólo física, emocional, social e intelectualmente sino posiblemente la definición máxima de crecer: un cambio absoluto paulatino. Sin embargo, y respondiendo a la tarea de mi profesora, aunque en nuestra realidad ese acto de crecer no es de golpe sino despacio (muuuuuuuuuuy despacio en algunos casos) hay ciertas culturas del mundo donde ese cambio sí se da “de la noche a la mañana” -por así decirlo- con un ritual en el cual la comunidad reconoce a un “niño” de trece años como un adulto. Si yo a mis veintitrés no me siento así, ¿de verdad un niño ya se siente mayor a esa edad? Pudiera ser, pudiera ser…
Empezaré explicando por qué ese cambio de hecho no suena tan descabellado. Estos ritos de crecimiento son muy antiguos, su origen es de cuando la esperanza de vida era de treinta años; a los trece prácticamente ya habías consumido la mitad de tu tiempo aquí en la tierra, la adolescencia es más bien algo moderno, creada si se quiere ver así por la medicina moderna; un tiempo regalado por el paracetamol para tirarlo aventando huevos a la casa de desconocidos que ni la debían ni la temían. Por lo tanto, en su momento estaba justificado, se necesitaban hombres para defender el interés de la comunidad, no niños. Pudiera ser que hoy día esos rituales ya no debieran contar y ser dejado únicamente como algo “decorativo”, pero por otro lado quién soy yo para venir a redefinir las costumbres antiguas así que me limitaré a hacer un pequeño repaso nada más (y de pasó dar mi opinión…porque quiero y puedo).
Iniciemos con algo muy sencillo: la Fiesta de quince años, la más conocida por nuestros lares y en prácticamente toda Latinoamérica. Esta fiesta es de tradición árabe, heredada a los españoles de cuando ese pueblo se paseaba por todo el sur de España y eventualmente los españoles nos dejaron ese legado a nosotros gracias al catolicismo. Curioso pensar que si bien en ambos se conserva la idea de que a partir de esa edad las niñas pasan a ser “señoritas” hoy día es sólo una cuestión simbólica pero antes era la presentación de la mujer (ya mujer como tal) en sociedad para buscar pareja: sí, la fiesta de quince años era una presentación en sociedad donde se veía a la niña ya no como tal sino como una adulta, y cual adulta ya lista para casarse–si la presentación no era de a gratis, era para buscar marido- y tener hijos. Por suerte para las mujeres los quince años ya sólo es una fiesta y no su bienvenida a la maternidad.
Otro rito de índole religioso es el Bar y Bat Mitzvá por parte de los judíos. El ritual consiste en que cuando las niñas (Bat) llegan a los doce años y los niños a los trece (Bar) –claro porque las mujeres son más maduras que los hombres, y si no pregúntenle a mi novia- les toca leer la Torá (su Biblia) para demostrar su madurez ante su familia, amigos y sociedad judía. Luego está la fiesta al estilo quinceañera, pero con sus diferencias evidentemente. Se imaginan lo sencillo que en apariencia es –digo en apariencia porque evidentemente tiene su chiste- pasar de un escuincle imberbe a un hombre. De haber sabido que era tan sencillo hago eso para ya no tener que hacer lo que mis padre me dijeran; eso sí que me siguieran manteniendo.
Para completar la trinidad de las religiones (porque debe ser trinidad si no, como que no sabe a religión) está la musulmana. En Malasia tiene el rito Khatan Al Koran donde las niñas cuando cumplen once años –les digo que ellas son más maduras- recitan el capítulo final del Corán en la mezquita local ante amigos y familiares en la ceremonia. Quitando el hecho evidente de que nadie, aun cuando sean mujeres y sean muy maduras, es un adulto a los once años, lo relevante es reflexionar como la mujer tiene un papel de protección muy evidente en esa cultura, al tal grado llega que en cuanto superan la década de vida ya necesitan ponerse al servicio de su comunidad como personas mayores porque con la adultez vienen los compromisos y responsabilidades y el peso del mundo es muy grande para una persona de esa edad. Hace a uno valorar el que si tus problemas son que tus padres te quitaron la televisión y el internet por volarte la clase de Educación Física tus problemas a esa edad no comparan con los de una chica, perdón, mujer allá en Malasia a tu misma edad.

Y hablando de los problemas de la vida adulta imaginen que su primer problema como adulto, literal el primero porque ese problema es el que los hará hombre sea no morir, pero no sólo no morir sino traer prisionero a alguien para que lo maten, ¿Suena duro no? Pues así era el ritual para pasar de niño a adulto en la cultura azteca. Si querías ser un hombre tenías que ir a la guerra y capturar a un enemigo para ser sacrificado por los sacerdotes. Honestamente si esas son las condiciones yo me quedaba como niño para toda la vida, y no por lo de que posiblemente me mataran sino por el hecho de que no me gustaría traerle la muerte a nadie a cambio de mi adultez. Si bien era otra cultura, lo pone a uno a pensar si después de todo justo la niñez es inocencia y para crecer y ser lo que la sociedad dicta sea un hombre debemos matar dicha inocencia y estar listos para un mundo salvaje y depredador; es posible. Tal vez sólo es una cruenta metáfora, por ello bien dijo Jesús: “Todos los que se humillen como niños pequeños serán los mayores en el reino de los cielos.” No lo sé, me gusta creer que tiene razón.
Volviendo a lo de morir para conseguir tu IFE y qué tal si no hubiera que matar a nadie, se escucha mejor, el pequeño detalle es que la muerte si está de por medio; de por medio durante seis meses. Las tribus aborígenes de Australia mandan a sus niños a vagar en el desierto durante dicho tiempo sin ayuda alguna; solamente si regresan son considerados hombres. Si vuelven sin haber cumplido el plazo la vergüenza cae sobre ellos…y bueno los que no regresan ya se imaginaran que no fue porque les gustara la vida junto a los canguros. Si bien una niña en Malasia es adulta a los once, los niños de las tribus australianas tampoco la tienen fácil. Por un lado, ellas tienen una vida muy pesada desde pequeñas por el otro los de acá igual y ya ni tienen vida. Me imagino que más de uno preferirían ir al Neverland de Peter Pan, un lugar donde nunca crecemos, donde nuestros sueños de niños nunca mueren, porque nunca dejamos de ser niños. Donde lo malo y riesgoso no existen, donde todo es puro e inocente: lo bello de la niñez que sólo podemos apreciar una vez que la dejamos.

Por último, tenemos algo que, a lo mejor para ustedes no, pero para mí sí está a la altura de matar a una persona: matar a uno mismo. Bueno, no tanto así, más bien matar a tu niño interior. En la cultura Algoquin (una tribu de indios norteamericanos) para pasar de ser niño a ser hombre debes pasar por el ritual wysoccan, el cual consiste en un viaje de drogas muy intenso que daña tu cerebro a tal grado que olvidas gran parte de tus memorias hasta ese momento. Así es: los adolescentes entrando a plena pubertad se drogan y el viaje psicotrópico les hace olvidar su infancia. Mi niño interior llora de sólo pensar en eso. ¿Pueden ustedes imaginarlo? Todas sus memorias de cumpleaños, navidades, excursiones, días con amigos, su amor de primaria, sus días vergonzosos (porque aun los días malos lo forman a uno): todo eso perdido para poder crecer y ser un adulto. ¿Estarían dispuestos? Yo honestamente no. Porque, suponiendo que ese ritual fuera la cura para la enfermedad de la adolescencia (entendido para aquí como el punto inexistente entre la infancia y adultez si consideramos que para esas culturas la adolescencia y niñez van de la mano o, como acabo de mencionar no la consideran) y pudiera cumplir mi deseo de aquella tarde cuando “temía” por esa etapa de vida e saltarla de golpe –y qué golpe a la cabeza sería, déjenme decirlo- no lo haría porque la experiencia de crecer es quien lo termina haciendo a uno. Soy quien soy en parte por mi niñez, en parte por mi adolescencia. Siento que sesgar esa parte de mi vida y de pasar a ser un niño a un adulto con todo lo que implica reduciría mi vida…y creo que la de todos.
Por algo un día no es amanecer y anochecer; sino matices que pintan el día de diferentes colores. La adolescencia sería el atardecer entre las dos y la cuatro: cuando sales de la escuela, comes y te olvidas de los problemas hasta que tienes que hacer la tarea. Ese punto entre la comida y el deber en que puedes ser/hacer lo que quieras y es tan fugaz que ni siquiera lo sientes. Es bello y efímero y muchas veces no lo apreciamos como deberíamos, pero en fin qué se le va a hacer, de cuando acá un adolescente aprecia lo que tiene. De los años más felices que puede tener uno yo diría que es la durante la infancia, pero en la adolescencia tenemos ese matiz agridulce donde conservamos lo bueno de la infancia con lo bueno de la vida adulta que empieza a llegar; a su vez tenemos lo malo de ambos mundos también. Por eso es que se llega a odiar; no sabemos en qué parte del puente andamos; cuando de hecho somos el puente. El puente entre dos mundos, y creo sinceramente que deberíamos agradecer la existencia de dicho puente. Muchas personas, ya sea metafóricamente o literalmente, tras esos ritos de iniciación pierden –reitero metafóricamente en algunos casos, pero no deja de ser una pérdida de alguna forma- dicha transformación; ese derecho a equivocarse por la estupidez de la edad.

Si pudiera hablar con mi profesora de secundaria le diría que no me arrepiento de no haber hecho esa tarea –que flojera hacerla para no entregarla-, pero sí le diría que fue una buena forma de hacernos ver cuán diverso es el mundo y cuan afortunados o desafortunados –cada quien cuenta como le fue en la feria finalmente- fuimos por tener el proceso de crecimiento que antes –y ahora en otros lados- no existía –o existe- y podemos crecer experimentando todas las vivencias que la adolescencia trae consigo. Crecer, efectivamente la única cura (y que bueno que sea esa la cura y no un rito que “te quite la niñez” de un momento a otro) contra esa enfermedad llamada adolescencia. Si pudiera volver en el tiempo para contestarme a mí mismo esa pregunta en secundaria le diría a mi yo del pasado: “La adolescencia es una enfermedad que se cura con los años y afortunadamente yo ya me curé, suerte con tu enfermedad”. ¡Ven! Les digo que las mujeres son más maduras que los hombres.